martes, 19 de agosto de 2008

Celos, ropa, y un paseo calle abajo

Sólo alcanzo a oir dos frases: Te gusta ir vestida así porque te gusta que te miren y ¡Estás metiendo la pata totalmente!.
Yo estoy sentado frente a mi ordenador, con un cuaderno sobre el teclado tomando apuntes y un libro sobre mis rodillas (como siempre), cuando los gritos entran a través de la ventana. Intento concentrarme en mi tarea e ignorarlos, pero me es complicado. No les veo las caras, sólo de barbilla para abajo. Él agita los brazos violentamente, mientras ella se los lleva, imagino, a la cara, y su cuerpo convulsiona en estallido de lágrimas. El ruido de los coches no me deja escuchar qué dicen, pero en un momento en que se hace silencio total en la calle estas dos frases llegan hasta mis oídos.
Por la noche veo Closer, y decido que la chica de la ventana es como Alice, el personaje de Natalie Portman. Y me la imagino caminando calle abajo por la Gran Vía, hacia plaza de España, como cuando Alice (o Jane), al final de la película, camina calle abajo hacia West 47th St., marcando pechos en una camiseta de tirantes blanca y con la tira del sujetador cayéndole sobre el hombro. Todos los que pasan por delante de ella se giran para observarla.
Aunque yo no soy de los que creen que ninguna mujer, o ningún hombre, se vistan para provocar. El efecto de la ropa en realidad es curioso, pues te hace sentir más o menos atractivo según cómo la combines; pero la lascivia está en el que mira, y los celos, independientemente de lo que uno u otro vista, son parte de uno mismo.

jueves, 14 de agosto de 2008

Tiempo gastado

Soy el único en la barra del bar. El resto de la gente, en parejas o soledad, se sienta en las mesas tras de mi. No les importará pagar el recargo, supongo, pero yo, desde que dejé mi último trabajo, siempre me siento en la barra. No sólo por ahorrar, sino también para poder observar a los demás. Hago tiempo. Hoy, por cuarta vez en dos meses, tengo una nueva entrevista para un trabajo basura. En momentos así, mientras juego con el croissant y le doy vueltas al café, reviso la agenda de mi teléfono, para ver a quien podría llamar. Por hacer algo. Me doy cuenta entonces de dos verdades irrefutables:

a. No tengo casi amigos.
b. Los pocos amigos que tengo tienen una vida.

Así que me vuelvo a meter el teléfono en el bolsillo, bebo mi café en cortos tragos para estirarlo, y mientras sigo quemando el tiempo hasta la hora de la cita.

viernes, 1 de agosto de 2008

Viernes de cenas

Últimamente, algunos viernes noche de los que dormimos juntos, nos da pereza hacernos la cena y hemos optado por salir fuera. Como este verano no nos vamos de vacaciones a ningún lugar exótico, hemos decidido sustituir esto por restaurantes extranjeros. Así hemos estado ya en China, Grecia, Egipto, Japón, y la pasada semana en Siria.
Nos sentaron entre otras dos mesas en las que se sentaban otras dos parejas. A nuestra izquierda, una pareja homosexual debatía sobre si las playas de Cancún eran mejores que las de Punta Cana. Aburrido. Mi atención, por tanto, se centró en la que teníamos a la derecha: una chica peruana, de unos veintitantos, y su acompañante, un treintañero pijo. Mientras esperábamos a que nos trajesen los platos (y he de reconocer que durante la cena, y en los momentos en que bien por hambre, o porque nos quedábamos sin nada que decir, callábamos) atentamente escuché su conversación.
La chica había llegado a Madrid por medio de una beca de su universidad, en Lima. Allí, según ella le contaba, cualquiera no puede alcanzar los estudios superiores. Sólo la gente adinerada podía asegurarse el acceso. Ella aseguraba no ser rica, ni mucho menos; gracias a su dedicación, e imagino que también a su buena suerte, había podido conseguir una beca que le había permitido el ingreso en la universidad. Las cosas allí son bastante complicadas, y más si como ella, uno decidía dedicarse al arte. Sus padres hubiesen preferido que estudiara ingeniería, o medicina. Pero ella se había rebelado y había terminado haciendo lo que más le gustaba: estudiar bellas artes para pintar cuadros.
La conversación se me iba y venía entre platos de comida y la sonrisa de Sergio. La siguiente vez que escuché la chica le contaba a su acompañante cómo Lima se había transformado en los últimos años en un centro multicultural, gracias a la inmigración norteamericana, canadiense y alemana. Aseguraba que era una ciudad totalmente cosmopolita.
La pareja gay pidió la cuenta y se fueron rápidamente de allí, imagino que a un hotel. La chica peruana seguía debatiendo sobre si le gustaba más la forma de vida limeña o sobre si en Madrid se sentía sola porque no conocía a mucha gente. El chico intentaba consolarla, supongo que con expectativas de postre (y no precisamente un eish saraya, sino otro mucho más preciado y que no venía en la carta del menú). Pidieron la cuenta y al poco se marcharon.
Cuando ya se hubieron ido, mientras esperábamos nosotros para pagar, le conté a Sergio todo lo que había escuchado. Estuvimos especulando sobre ellos, y después, como estábamos llenos, y como también solemos hacer cuando vamos a cenar fuera, nos fuímos paseando hacia su casa, bajando por la carrera de San Jerónimo hasta el paseo del Prado, y desde allí hasta su piso chocando los hombros.