viernes, 27 de junio de 2008

Leve batir de sábanas

Me siento frente al ordenador, con un libro de crítica literaria a mis piernas, un cuaderno viejo sobre el teclado. Con una mano sujeto un bolígrafo azul, y con la otra presiono de forma plana el tabulador, hasta que el ordenador suelta un quejido. Miro por la ventana, y frente a mí un gato asoma por unos cristales entreabiertos. Le intento sacar una foto, pero la imagen se ve borrosa, y el gato termina convertido en un demonio de ojos brillantes. Me miro el reloj. La imagen del gato me recuerda al perro que normalmente veo al ir a casa de Sergio. Un chihuahua, al que sus dueños le han colocado una pequeña cama encima del aire acondicionado de la casa. Cuando sopla el viento suave entrecierra los ojos y olisquea. Libre asociación de ideas.
El batir de las sábanas colgadas en el tendedero frente a mi ventana me devuelve a la realidad. El calor me hace sentirme frustrado. Me intento librar de un sudor que no se va. Coloco mi cara frente al ventilador, el aire se mueve en todas direcciones estampándose contra mi rostro, pero al alejarme de él nuevamente vuelvo a estar empapado. Decido salir a dar una vuelta, a tomar el fresco, pero fuera no hay fresco alguno. Estalla una terrible tormenta que hace agitarse las ramas de los árboles, y termino calado hasta los huesos, insignificante frente a la magnitud de la tempestad. Me siento más mierda que antes. Así que vuelvo a casa, me quito la ropa mojada y seco mi pelo. de nuevo me siento frente al ordenador, con el procesador de textos abierto y golpeando el tabulador de forma plana con un dedo. Con el libro de crítica sobre mis piernas y el cuaderno viejo sobre el teclado. Con el quejido seco del ordenador y el gato que asoma entre los cristales. Y de nuevo, el batir de las sábanas colocadas sobre el tendedero frente a mi ventana me devuelve a la realidad.

jueves, 26 de junio de 2008

Piso maldito

Dos años atrás, no recuerdo si por estas mismas fechas, Sergio y yo nos encontrábamos buscando piso. Atentos a cualquier cartel que asomase desde alguna ventana, o a los anuncios dentados colgando de todas las farolas de la ciudad, nos alterábamos al dar con uno que se ceñía a lo que andábamos buscando. En seguida Sergio llamaba para concertar una cita. Así pudimos conocer a la pareja que intentaba deshacerse de su piso agrietado, porque Gallardón les había construído el circo permanente al lado y el ayuntamiento ahora no quería hacerse responsable. También a la solterona que pretendía librarse del suyo porque le habían colocado un centro de politoxicómanos a la puerta de su casa. A su vecina, que nos arrastró a la casa heredada de sus suegros recién éstos acababan de morir (y viendo el estado tétrico de la casa seguramente habían muerto dentro).
Una tarde, después de comer, nos encontrábamos paseando por la zona de Delicias, cuando vimos el anuncio de uno en un portal y decidimos llamar. De entrada ya íbamos con la idea de que no se ajustaba a lo que buscábamos, pero últimamente la visita a pisos ajenos se había convertido para nosotros en una nueva afición, y era una forma como otra cualquiera de pasar el rato. Nos recibió en la puerta un chico de unos treinta y tantos, con las gafas sucias y algo calvo. Vestía formal, con naúticos, pantalón de pinza y polo Ralph Lauren. Invitándonos a pasar al interior comenzó a mostrarnos las dependencias de la casa. El piso no nos gustaba nada, estaba lleno de espejos mugrientos que parecían sacados de una pesadilla narcisista, los techos desconchados, y para colmo era interior. Por no hacerle el feo continuamos a su lado a través de la visita guiada, entre horteradas y más espejos varios. En el salón, una rubia de pelo quemado fumaba un pitillo. Tenía los labios manchados de carmín, y en los ojos, más que haberse dado sombra, se había untado a dos manos el betún de los zapatos. Nos miró de arriba a abajo. ¿Y quiénes son estos dos? le dijo al hombre, ignorándonos. Han venido a ver el piso... contestó el otro, un poco atemorizado. Después, nos miró con cara de perro degollado y nos dijo en un susurro, mientras se le llenaban los ojos de lágrimas: es que nos estamos divorciando...
Sergio y yo nos miramos. Un piso maldito, lo que nos faltaba. Así que muy educadamente, y lo más rápido que pudimos, les dedicamos una de nuestras mejores sonrisas y huímos, parqué a través.

martes, 24 de junio de 2008

Diluidos

Olga llegaba siempre tarde a clase, como diez o doce minutos después de que se hubiese cerrado la puerta. Acostumbraba a sentarse en última fila, con un café entre las manos y las piernas cruzadas sobre el asiento. Limitaba la mayor parte de la clase a escuchar atenta las explicaciones de la profesora, entre sorbo y sorbo del café, y después, cuando éstas habían terminado, Olga levantaba la mano y aguantándose la risa le decía: no estoy para nada de acuerdo con lo que usted ha dicho. Uno a uno iba desmontando todos los argumentos que la pobre profesora había detallado con tanto esmero. Lo peor de todo (para la profesora sobretodo) es que Olga siempre tenía razón. Y disfrutaba viendo la cara de desconcierto de la pobre mujer.
Bajo la tela de las largas mangas de sus descoloridas camisetas, sobre la piel que asomaba cuando levantaba un poco el brazo, Olga escondía enigmas: marcados a filo de cuchillo, y ya cicatrizados, se dibujaban galimatías escritos en alfabeto cirílico (Olga era rusa por parte de madre). Cristina solía decir que probablemente se los había hecho en el psiquiátrico, después de intentar suicidarse. Yo simplemente creo que le aburría tanto estudiar en su casa que entre lección y lección, con el cuchillo con que antes había pelado una naranja, se grababa sus canciones preferidas de la Rusia comunista en el antebrazo, para no olvidarse de ellas.
La volví a ver después de terminar la carrera por la calle Preciados. Había pasado todo el año en Boston, y como resultado se había rapado la cabeza al cero y afeitado las cejas. En su lugar se había pintado algo como hojas de hiedra, con henna. Tenía toda la pinta de haber perdido la cabeza, pero en sus ojos resaltaba la belleza inherente a la locura. Me pareció maravillosa.
Hace una semana volvía por Noviciado cuando la ví de nuevo. En la puerta del bar que hay frente a la parada de metro le susurraba a alguien a través del teléfono. Me miró y sonrió, y yo me acerqué a ella. Mientras terminaba de hablar con su interlocutor la observé. La encontré extrañamente normal. Vulgar. Había vuelto a dejarse crecer el pelo, que lo llevaba recogido en una coleta, y las cejas le habían vuelto a crecer. Al colgar me saludó y charlamos durante unos minutos, sobre nada en especial. Se mostraba especialmente interesada por el proceso de Bolonia y estuvo como diez minutos hablando sin parar de ello. Un sopor. Y para colmo sus ojos ya no me decían nada. Me preguntó si me apetecía tomar algo. Le dije que llevaba algo de prisa y no podía. Mentira.
Así que me despedí de ella y marché calle abajo huyendo de la nueva Olga, deseando que al contrario que ella yo no me hubiese diluido y continuase siendo aún el mismo.

jueves, 12 de junio de 2008

Nada malo podía pasarme

La tenue luz que se filtra bajo la puerta ilumina levemente la habitación. Hace que a los pies las sombras se estiren y retuerzan, formando tenebrosas figuras. Me llevo la sábana hasta debajo de la nariz y aprieto los ojos. Si lo deseo con todas mis fuerzas, se habrán ido. El viento gira en espiral a través del hueco que da al patio, emitiendo un ligero silbido. El sonido se deforma al llegar a mis oídos; lo interpreto como un quejido de reproche. El parqué cruje al otro lado de la puerta. Alguien camina sobre él, de puntillas. El pomo comienza a girar, lentamente. Su chasquido, al abrirse, araña mis oídos. Sigo apretando los ojos, sin poder evitar el sentir la calidez de la luz artificial contra mi rostro. Alguien ha entrado. Los abro. Frente a mí ella me mira, intentando discernir si duermo o estoy despierto. Se acerca y me envuelve con su inmenso abrazo.
Cuando ella ya se había marchado, cuando ella aún no había llegado, retenía el aroma impregnado en su almohada y conciliaba así el sueño, porque si su olor estaba allí, si ella estaba a mi lado, nada malo podía nunca pasarme.

domingo, 8 de junio de 2008

Entrelazados

7 de julio de 2008. Dentro del acelerador de partículas del CERN de Ginebra, dos átomos chocan con apocalíptica violencia; dos latidos, los mismos que emitieron nuestros corazones al despertarnos aquella mañana. Surge un pequeño agujero negro que comienza engullendo a su alrededor; tus labios, contra los míos, amenazan con cautivarme dentro de tí. La masa oscura sigue creciendo, alimentándose del frío laboratorio, devorando vidas, aspirando sueños. Implacable me agarras por detrás y tu aliento humedece mi cuello: me susurras cuanto me amas. Asimila plantas y ríos, se alimenta de peces, de osos, de coches, de casas. Un gato se aferra a un tronco de un árbol intentando escapar para, acto seguido, ser digeridos los dos. Eres tú quien me viste, quien desliza la camisa sobre mis hombros, quien acaricia mis piernas mientras me sube el pantalón. El agujero se nutre de mares, traga océanos, consume la tierra.
Frente a nosotros la nada. Nos apoyamos el uno en el otro mientras nuestros cuerpos se desintegran. Enlazamos nuestras manos en unión, mirándonos a los ojos, juntos por siempre. Eternos.

viernes, 6 de junio de 2008

Lo siento

Desde que Sergio se compró el coche y alquiló la plaza de garaje, a dos bloques de su casa, finalmente se instaló en su piso. Normalmente los jueves por la noche duerme en casa de sus padres; les echa de menos y además le gusta sentir que su gata no le ha olvidado; le alegra que por la noche le despierte para pedirle agua. La mayoría de veces va hasta allí desde su trabajo, y otras, las más raras, conduce desde su casa en un trayecto que no le lleva más de cuarenta minutos.
Coge su coche en el garaje y se encamina dirección a la A-42. Todo transcurre con normalidad. Concentra su mirada en la carretera, alternando con el retrovisor y el pálido paisaje que le conduce camino a Castilla la Mancha. Por la radio Foghat se desgañita con Slow Ride. Vira el volante en la incorporación que le queda a la derecha, una curva cerrada, y entonces el coche maniobra de forma extraña. Comienza a dar vueltas de campana. Slooooow ride... take it easyyyyy. El coche queda en medio de la carretera, volcado sobre el capó. Alguien, a su lado (probablemente la causa del accidente), le susurra al oído: lo siento...
Sergio se despierta con la boca seca y empapado en sudor. Se palpa la cara. Todavía la tiene en su sitio. En ese momento suena el radio-despertador, son las seis y media. Y por la radio Foghat se desgañita con Slow Ride.

lunes, 2 de junio de 2008

No es un adios, Nathalie

Mis ojos se fijan en la punta de sus tacones. Bajo ella el suelo se desliza mientras permanece inmóvil. Esconde su rostro de perfil, tras el largo flequillo que le cae a los lados de la cara. Sus ojos se clavan en mí, y con la intensidad del azul que conforma su mirada me escanea por dentro: nos hemos encontrado.

Admiro las lágrimas que se le derraman por el rostro. Tras ellas se esconde la fuerza de una persona valiente que llora de impotencia. Ce qui ne te détruit pas te rend plus fort; en un intento por consolarla hago con ella lo que a mí tantas veces me ha servido y choco mi hombro contra el suyo. Le arranco una sonrisa; se ilumina su mirada.

Sobre la pista de baile se acerca a mí y me aprieta contra ella: no te vayas, Iván. ¿No entiendes acaso que no importa a donde me vaya? Lo importante, lo que debes aprender de todo este tiempo que hemos pasado juntos, es que por una casualidad tú y yo nos hemos encontrado. No debes estar triste porque me voy, porque me quedo dentro de ti. Porque yo ya formo parte de ti de la misma forma que tú ya formas parte de mí, y mientras eso siga así yo nunca me habré ido.

domingo, 1 de junio de 2008

Sola

Sentada sola, mientras se termina el cigarrillo, la chica abre el libro por una página al azar y comienza a leer. Lo primero que llama nuestra atención fue su moño y la caída de sus pestañas. Con los labios cuarteados por el exceso de carmín rodea el pitillo e inhala. La vida le va en ello. Lo deja sobre el cenicero y juguetea con su collar. Después coge el tenedor y pincha sobre la carne que tiene en el plato. Nos inventamos un pasado para ella.
Es actriz, ha terminado la función de hoy y ha decidido salir a cenar, sola. Es azafata, su avión terminó el servicio esta noche en Madrid, y se aloja en un hotel del centro. Le ha dejado el novio, y por no quedarse en casa se ha puesto guapa y se ha ido a cenar. Es una enferma mental, todas las noches a la misma hora se sienta en la misma mesa del restaurante y finge que cena leyendo, para hacerse la interesante.
Al rato cierra el libro y pide la cuenta. Bebe café de una taza mientras espera el cambio. Apaga el cigarrillo, que se encendió cuando se le terminó el otro. Se pone el abrigo y, arrastrando una maleta roja, se marcha de allí.
La gente, tras ella, gira la cabeza para mirarla cuando sale por la puerta.