jueves, 27 de diciembre de 2007

De cuando mi hermana se fue

Lo que más pena me dió en la boda de mi hermana fue el darme cuenta de pronto de que siempre la había tenido ahí (la necesitase para algo o no), y que ya no iba a estar más (físicamente). Después de que se marchase me quedé tres días tocado. Sé que no tiene ningún sentido, pues a fin de cuentas para verla sólo la tengo que llamar y quedar con ella, pero es el sentimiento de que nuestro circulo cerrado de cinco se había roto lo que me hizo sentir nostalgia por aquellos momentos que habíamos compartido.
También influyó el hecho que de sopetón me diese cuenta del fluir del tiempo. Cuando todo es estático y día tras día las cosas se mantienen uniormes e iguales, existe una cierta tranquilidad de que tu pequeño universo se mantiene en armonía. Pero de pronto algo cambia, te miras en el espejo y dices ¡macho que nos hacemos mayores! y me entró un poco de agobio, porque a fin de cuentas mi hermana es sólo 11 meses mayor que yo.

lunes, 24 de diciembre de 2007

Luz tenue

8 horas encerrados en el autobús de camino a A Coruña merecieron la pena cuando, sentados en uno de los múltiples bancos del puerto, pudimos finalmente perder la vista en el horizonte del Atlántico. Para mí Galicia siempre ha tenido algo especial desde la primera vez que estuve allí; Luchándo contra el viento de la costa que amenazaba con derribarme, le repetí insistentemente ¡yo quiero que nos vengamos a vivir aquí! una casita al lado de la costa... bajar por la tarde a dar de comer a los gatos del puerto... Nosotros no somos de hacer grandes cosas (o más bien somos de lo contrario, de disfrutar de las pequeñas). Pasear, ir de tapeo, perdernos por las callejuelas.
Caminamos hasta llegar al faro, en uno de esos días rasos en que el filo del frío te corta la cara, y de pronto comenzó a oscurecer. Bajo la tenue luz del eclipse nuestro alrededor tomó un aspecto espectral y frente al oleaje enfurecido, típico de uno de esos días de viento en Galicia, pude captar la belleza del sol doblemente escondido tras la luna y tras la imponente torre de Hércules.
Caminando de vuelta al centro de la ciudad no podía dejar de pensar qué tiene esta tierra que hace a uno sentirse tan especial. Las ganas de mi casita en la costa no se han apagado y cada año de nuevo volvemos a subir hacia el norte, buscando esas cosas pequeñas que tiene este lugar que a nosotros se nos hacen tan grandes.

Desincronización

Hace un mes me pasó algo muy curioso. Cuando fuí a recoger la tarta de mi cumpleaños a la pastelería de mi barrio la chica que cobraba me dijo que me conocía. Resulta que la chica en cuestión venía conmigo al colegio cuando eramos niños. Yo en ese colegio estuve desde los cuatro a los diez años, y después cambié cuando me mudé con mis padres y mi hermana durante una temporada (larga temporada de nueve años) a otra ciudad fuera de Madrid. El caso es que cuando ella me preguntó que si la recordaba yo mentí y dije que no. De ella tengo un vago recuerdo (pero recuerdo al fin y al cabo), igual que del resto de mi clase, pero lo cierto es que preferí decirla que no me acordaba de nada de ella ni del resto de mis compañeros por miedo a lo que, como yo me temía, sucedió después: me invitó a una fiesta de antiguos alumnos del colegio para el próximo mes de mayo. Educadamente rechacé su oferta alegando de nuevo que es que casi no conservaba recuerdos de ellos y que me sentiría un poco fuera de lugar... y aunque no sea del todo así, lo cierto es que, ¿qué me queda en común con un grupo de personas que se han desincronizado a lo que ha sido el desarrollo de mi vida, de quienes me separan quince largos años de desiguales experiencias?

sábado, 22 de diciembre de 2007

22 de diciembre (una forma alternativa de que te toque la lotería)

Aquella mañana del 22 de diciembre de 2000 también llovía en Madrid, como hoy. De camino a donde habíamos quedado, en Ciudad Universitaria, iba un poco nervioso. ¿Y si no le reconozco?.
Me bajé en mi parada, subí las escaleras y atravesé el corredor de la estación. Al salir fuera le vi esperándome en la puerta. Le miré y seguí hacia delante. ¿Y si ése no es? pero lleva el jersey de lana con copitos de nieve que me había dicho por teléfono... Fuera de la estación no había nadie, así que retrocediendo tras mis pasos me acerqué a él. Tiene que ser él. Hola, le dije, y estreché mi mano sonriéndole. Me miró a los ojos. Hola, me dijo él, y sonrió también. Sí que era él. Presentaciones formales. Mientras caminábamos bajo la lluvia hacia la cafetería de la facultad de Ciencias de la Información hablamos de cosas sin importancia... de lo crucial de hacer bien los test para sacarse el carnet de conducir (yo estaba a punto de presentarme al teórico por aquella época), de cómo era su pueblo.
¿Conocéis esa sensación de hablar con alguien y sentirse muy agusto? Pues tan agusto nos sentimos nosotros charlando en aquella cafetería que no sólo decidimos comer juntos, por el centro, sino que después de eso nos fuímos de compras y se nos hizo de noche paseando por las calles iluminadas de la ciudad.
Al despedirnos en la Puerta del Sol quedamos en volver a vernos, para ir al cine o salir a tomar algo. Al lado de la parada de metro dónde él iba a montar volví a estrecharle mi mano y ofrecerle una sonrisa. Ha sido un verdadero placer, hasta luego. Y él me respondió con otro hasta luego. Me dí la vuelta para ir caminando hasta la parada donde iba a coger el autobús cuando, unos metros más allá de donde nos habíamos despedido, le escucho llamándome a viva voz. ¡Iván! ¡Iván! ¡espera! me giro y ahí estaba él en medio de toda la gente. Iván... felíz navidad. Felíz navidad Sergio. Y me fuí a mi autobús.

viernes, 21 de diciembre de 2007

Alguien cuidaba de alguien

(El siguiente texto me lo escribió Sergio hace apróximadamente tres años)

Igual que un secreto, la puerta de la azotea ofrecía el aspecto de resistirse primero a ser abierta y después a ser cerrada. El color verde, en numerosas capas de tiempo y pintura reveladas por algunos golpes, era lo único conservado desde el lejano momento en el que se colocó. Mi llave recién copiada era la inverosímil forma de atravesar aquella maltrecha falta de horizontalidad y verticalidad. En un giro quejumbroso y dos golpes pude franquearla.
En los cuentos, las puertas son el único camino a lugares perdidos. A mí ésta me había llevado a mi niñez. Las antenas, árboles enhiestos y oxidados, el olor limpio de la ropa tendida, la cordillera de los edificios cercanos, reconocibles como una voz. Los cambios fuera de mí eran pequeñas arrugas en un rostro ya viejo. Pero aún pequeñas, en las nuevas marcas percibía un matíz. La barandilla blanca y libre de moho, macetas florecidas y dos platos con agua y comida.
Antes de marcharme de la ciudad, en un piso frente a las ventanas del mío, había un perro grande al que encerraban en una terraza minúscula casi todo el día. Cada seis meses encogía de tamaño repentinamente después que su antecesor (del mismo aspecto, suerte y puede que hasta nombre) muriese de pena o por saltar para librarse de su prisión. No me gustaba la idea de que se repitiese esa historia y busqué al posible perro. Lo localicé en la forma de dos gatos en un tejado a la derecha de la azotea.
Uno me miraba con la impertinencia propia de los felinos mientras que el otro fijaba en un lugar entre la calle y yo unos ojos opacos. Estaba ciego.
Espoleado por la curiosidad, decidí mover la comida y el agua a un lugar visible con la puerta entrecerrada y, agazapado, esperé. Varios maullidos fueron acercándose y en la breve rendija apareció el impertinente. Se giraba cada pocos pasos para hacer una señal audible que el ciego seguía, y ya en los platos dejó que comiese y bebiese primero. Por último, los maullidos se alejaron hacia el tejado.
Algo era distinto porque hoy, en medio de esta ciudad, anónimo y sin interés, alguien cuidaba de alguien.

jueves, 20 de diciembre de 2007

Ladridos de perro

Me contó mi amiga Esther (danaclaudio), un día entre cóckteles en "El jardín secreto", el por qué los perros ladran.
Según una antigua leyenda japonesa, hace mucho tiempo una princesa estaba casada con un gran señor feudal. Juntos tenían un perro que podía hablar. Aunque la princesa se deshacía en alabanzas amorosas hacia su esposo, el perro no podía reprimir el amor enfermizo que sentía hacia su dueña. De modo que aprovechando una vez que estalló una tremenda guerra (de esas que azotaban Japón en la antigüedad) se fue con su señor al campo de batalla y allí le asesino. Al volver al palacio le aseguró a la princesa que la última voluntad de su esposo había sido que ambos, perro y ama, se uniesen en matrimonio, y la pobre princesa aún un poco incrédula decidió casarse con el perro por satisfacer la última voluntad del marido muerto. Varios años después, una noche que la princesa se encontraba contemplando la luna reflejada en la fuente del jardín, se le apareció el espectro del marido, y entre quejidos le contó que el perro no sólo le había asesinado sino que había urdido toda la trama para conseguir en último término casarse con ella, la princesa. Su rostro quedó blanco y al girarse se encontró de frente con el perro. Fue entonces, cuando ella vió que el perro abría la boca, cuando, temerosa de que fuese a atacarla, le arrojó un puñado de arena a la boca. Antes de que el perro pudiese pronunciar "te quiero" (pues era esto el motivo verdadero por el que había abierto la boca y no para morder a la princesa) quedó mudo por la tierra que penetraba su garganta y emitió entonces un ruido indescifrable: un ladrido. Es por eso que desde entonces todos los perros ladran.

miércoles, 19 de diciembre de 2007

¿Arquitectura efímera?


A finales del siglo XIX las primeras edificaciones en altura comenzaron a surgir por el mundo. Rascacielos para lo que se entendía entonces, edificaciones de más de 60 metros que, en un paisaje como el de la época, despuntaban entre casas en miniatura. Cualquier ciudad moderna que se prestase debía tener uno. Un rascacielos no sólo denotaba (y aún denota a día de hoy) riqueza económica; es metáfora de algo mucho más profundo. Antes del siglo XIX el apego que se sentía sobre lo material se trasladaba al apego por el suelo, la horizontalidad con que se desarrollaba la vida de todo individuo. En el siglo XX no sólo se olvida, sino que además queda como mero referente vacuo, pues no hay mayor despego por el suelo que desarrollar la vida a 200 metros de él.
Un rascacielos no está destinado a perdurar, la belleza de su arquitectura es pues efímera, como la de una flor, como la de un paisaje natural o como la nuestra misma. Por lo tanto yo no puedo evitar más que sentirme turbado frente a la visión de uno de estos colosos, y en Madrid comienzan a despuntar cuatro de estos infinitos dedos (aunque no tan infinitos, tanto sea dicho, pues el más alto de ellos tiene 250 metros) que amenazan con (y consiguen) resquebrajar la horizontalidad con la que hasta ahora se había desarrollado la ciudad. Cualquiera que se haya acercado a Madrid por carretera o tren y haya visto las cuatro torres alzarse sobre la ciudad sabe a qué me refiero. No creo que dicha imagen a nadie le haya resultado indiferente...


** La foto pertenece al álbum de un estupendo fotógrafo de Flickr. Os recomiendo sus fotos, pues no tienen desperdicio: http://www.flickr.com/photos/stoper/

sábado, 15 de diciembre de 2007

Cristina

Uno de los primeros días de clases de italiano, en 1º de carrera, se abrió de golpe la puerta 20 minutos después de que comenzase la clase y entró por la puerta una chica espectacular. Rubia, de ojos azules, alta y guapísima. Miró a su alrededor y se sento en la primera silla vacante que había, al lado de otra chica para gorronearle el libro que no tenía. Era Cristina. Con ella se experiementa lo que yo mismo denomino el "repelente de la tía buena", se convierte en una especie de jarrón de porcelana china al que todo el mundo mira pero nadie se atreve a acercarse, por miedo a pagar el precio que supondría tocarlo y que le estalle en las manos. Sin embargo fue ella la que vino hacia mí y me preguntó por las clases, los profesores y demás. La pobre había abandonado sus estudios de ingeniería de obras públicas y había venido a refugiarse a filología inglesa. Primer punto en común, puesto que yo también había acabado allí de rebote tras huir de biología. Comenzamos a hablar más, a sentarnos juntos en todas las clases y a descubrir que compartíamos muchos puntos de vista. Cristina, además, sufría por amor: su relación hacía aguas, y a mediados de 2º de carrera terminó por resquebrajarse. Fue entonces cuando nuestra relación se estrechó del todo, pues yo también me sinceré con ella y le hablé de Sergio. De hecho creo que ella fue la primera persona de la carrera en saber sobre él (algo que con el tiempo cambió totalmente, pues al final me dí cuenta que aunque sin necesidad de pregonarlo, tampoco era algo que debiese esconder a nadie...). A partir de entonces nos hicimos uña y carne. Cuando me siento mal la llamo a ella. Cuando ella tiene ganas de llorar me llama a mí, y poco a poco hemos ido forjando una amistad que ha superado los años de licenciatura y que apunta hacia delante. Con ella me río, me divierto, paso mis penas y alegrías. Nuestra relación es pura, sincera y sin dobleces. Hemos compartido noches de risas, tardes de llanto.
Quizás una de las mejores cosas que encontre cuando, tras conocer a Sergio, reconduje mi vida hacia otro lado.

jueves, 13 de diciembre de 2007

Metro de Madrid

La chica coge el último metro de la noche de pura chiripa, el último vagón de uno de esos trenes de tubo entre los que no hay separación. El tren se encuentra vacío excepto por tres personas, sentadas frente a ella, unos asientos más allá. Flanqueada por dos hombres, una mujer la mira fijamente. De ella le llama la atención sus cabellos enmarañados, sus labios entreabiertos y sus medias rotas. Una yonki, seguro, piensa la chica, pero la mujer no desvía su mirada y continúa observándola directamente. La chica, incómoda, dirige su mirada al frente y la aleja de la mujer.
En la siguiente parada nadie se monta, y la chica, de nuevo, vuelve a mirar hacia donde se encuentra el grupo de tres. Los dos hombres tienen la mirada perdida en el suelo, la mujer entre ellos sigue mirando fijamente a la chica. Comienza a sentirse molesta por lo persistente de su mirada, y poco a poco se le empieza a acelerar el pulso. Vuelve a desviar los ojos hacia otro lado del vagón, la obstinación con que la otra la observa se le hace insoportable, y es entonces cuando se percata de que las puertas del vagón se abren y alguien se sienta a su lado. Un hombre, por sus manos. El tren se pone de nuevo en marcha. Sintiéndose más segura ahora que está acompañada decide contemplar directamente a la otra, y de nuevo vuelve a sentir que su mirada se le hace inaguantable. En ese momento, el hombre que tiene sentado a su lado le agarra del brazo y susurra en su oído: no digas nada, pero en la próxima parada bájate junto a mí por favor. La respiración de la chica se corta. Aterrada y con el corazón a punto de escaparle del pecho cierra los ojos con todas sus fuerzas y se aferra al bajo de su vestido. La mirada de la otra penetra dentro de ella, no hay forma de que pueda escapar. El tren se para, y el hombre la agarra del brazo y la saca fuera del vagón. Vuelve a abrir los ojos. Las puertas del tren se cierran tras ella, y se pone en marcha. Perdona que te haya sacado de esta forma del tren, le dice el hombre mirándola fijamente, pero soy médico, y esa mujer sentada frente a nosotros estaba muerta. Los dos hombres que tenia a cada lado la estaban sujetando.

Se cuenta que esta leyenda urbana ocurrió una noche en Madrid. La foto la hice esta tarde, al volver del trabajo en un momento en que entre paradas el tren se quedó vacío y sólo yo dentro de él, y fue entonces cuando recorde esta historia que aquí he contado.

martes, 11 de diciembre de 2007

Cena de empresa y tácticas de socialización

A mí el tema este de la integración y socialización con los demás como que nunca se me ha dado muy bien... tampoco he ido de solitario por la vida, pero con la gente que no conozco de nada intento mantener una distancia prudente. No levanto barreras ni me escondo detrás de mi mochila, es más, estoy abierto a dialogar, pero lo cierto es que no me siento cómodo en determinados ambientes, y soy de los que siempre ha pensado que forzar las situaciones nunca da buen resultado. Quizás este es uno de los motivos por los que he declinado la oferta de asistir a la cena de empresa de mi oficina (que por otro lado era bastante apetitosa, una cena en un restaurante que cobra 45 € por menú... gallego, para más inri), o por los que paso de hacer amigos en aquellos sitios donde la gente se mata por arrejuntarse (véase trabajos pestiño tipo el mío, clases aburridas en la facultad donde la gente se desespera por conseguir apuntes DE QUIEN SEA o viajes organizados). Prefiero frustrar cualquier táctica de socialización hacia mi persona y que si la amistad surge que sea por otros medios, pero no por hacer amigos a toda costa.

lunes, 10 de diciembre de 2007

Pros y contras de un trabajo bien (?) pagado

Alguna vez he pensado que mis estudios de doctorado los enfoqué más bien como una extensión de mi vida universitaria y como una forma de eludir las responsabilidades típicas de la vida adulta: la de encontrar trabajo. He intentado estirar esto pidiendo becas y demás, pero visto que la cosa no ha cuajado (por ahora), hace unas semanas me decidí a buscar trabajo, y al día después de comenzar mi búsqueda lo encontré. El trabajo no está mal del todo, está en el centro, en una oficina, utilizo mis estudios de filología para algo, y la gente que trabaja también allí es maja y agradable. El sueldo no está del todo mal (para los tiempos que corren), pero lo cierto es que me aburro soberanamente. Además mi tiempo libre se ha visto drásticamente reducido, con lo que he tenido que abandonar las clases en la escuela de idiomas y dar de lado prácticamente la redacción del proyecto de investigación (¡no alarmarse! estoy en negociación conmigo mismo de retomarlo as soon as possible, o en cuanto me recupere del jet lag que me produce levantarme a las 6:30 todas las mañanas). Para ir al trabajo además tengo que ir disfrazado: de hombre serio, con traje y corbata. ¡Yo, que en mi vida me había puesto un traje hasta el día en que se casó mi hermana! Así que tan pronto llego a casa me enfundo mis vaqueros, camisetas, sudaderas y me pongo las converse, para no sentirme raro del todo o para sentir que no me pierdo a mi mismo por pasar la mayor parte del día de semejante guisa.